José Luis Sanz/Subjefe de información de LA PRENSA GRÁFICA
Fecha de actualización: 5/6/2007

“Por estas calles verás correr la sangre”, me decía en diciembre de 2004 un amigo, mientras compartíamos el penúltimo ron en el malecón de La Habana. Se refería al esperado día después, a la Cuba que seguirá a la muerte de Fidel Castro, por aquellos días postrado en cama con una pierna rota, hoy supuestamente recuperado de una dolencia intestinal que estuvo a punto de llevárselo a la tumba a mediados del año pasado y que mantiene en marcha los relojes de la cuenta atrás.

La sucesión del dictador, del comandante, del hombre de los mil calificativos —los cubanos se limitan a veces, para referirse a él, a hacer un gesto con la mano simulando una imaginaria barba— estaba ya entonces en las conversaciones de todos. Ahora es una realidad en marcha, un presente silencioso, pero presente.

Esta semana se supo que La Habana autorizó hace poco la entrada a agentes FBI para investigar los actos terroristas dirigidos por Luis Posada Carriles. Es un gesto sin precedentes que trae a la memoria el ofrecimiento de negociación que Raúl Castro hizo el pasado 2 de diciembre para resolver algún día las tensiones con Estados unidos y que reafirma la idea de que, vuelva o no Fidel a ocupar la presidencia que delegó temporalmente en su hermano, la transición en Cuba ya inició.

La pregunta, en realidad, es hacia dónde se orientará esa transición, y quiénes, principalmente fuera de las fronteras cubanas, la tutelarán o entorpecerán.

Personalmente, no creo que veamos, a corto o medio plazo, elecciones libres en la isla. Pero un régimen como el cubano, que sobrevive desde hace años solo gracias al oxígeno que le proporcionan sus propias grietas, sus concesiones al turismo europeo y a la pequeña economía de mercado que gira en sus calles en torno a él —incluida la industria de la prostitución y el estraperlo, que alcanza a cada símbolo de la revolución de 1959—, no podrá poner rejas al viento. Cuba siempre fue soñadora y hace mucho que es capitalista. Tras la muerte de Fidel, con o sin la venia de la burocracia que asumirá el poder, en los despachos y hogares se fraguarán acuerdos y contratos, promesas y opiniones que se sentirán legitimadas para participar de la sucesión del que fue por casi cinco décadas el visionario único.

El resto dependerá en buena medida de la cooperación de la Unión Europea y la paciencia de Washington. La visita hace un mes del canciller español, Miguel Ángel Moratinos, a La Habana, pese a ser criticada por no incluir encuentros con grupos opositores, permite adivinar una gestión no solo española para apuntalar los cauces de la delicada relación política que debe alumbrar la próxima Cuba.

Proponer otro camino que el de esos acercamientos me parece absurdo. En Miami, hace tres semanas, un periódico local publicó que el exilio ya amontona botes en embarcaderos secretos, listos para lanzarse al abordaje de la isla. Ese exilio olvida que la historia nunca vuelve al punto de partida —en el caso cubano un punto de partida tan funesto como el presente, por cierto—, y contenerlo será uno de los grandes retos y dilemas del Gobierno estadounidense, consciente de que el proceso en Cuba no debe ser una mecha que encienda Venezuela, Bolivia o Ecuador.

En el barrio de Vedado, en 2004, las mujeres te advertían sin rubor que, pese a desear cambios, estaban dispuestas y entrenadas para empuñar un AK-47 ante cualquier atisbo de invasión. Su fogosidad no impedirá, sin embargo, que su transición será, aunque cubana, no solo cubana. Y en lo que concierne a El Salvador, sin querer entrar en el estéril debate sobre las relaciones diplomáticas, no hay que pasar por alto que más de un fuerte empresario local, con fuertes inversiones en la isla, estará cruzando los dedos por que todo discurra sin sobresaltos, sin sangre en las calles.

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