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Historia de Cuba con sabor humorístico
Síntesis: En este tema podrán encontrar muchas respuestas del carácter del cubano a través de su historia. El cubano(a): ser inteligente, carismático, amoroso, valiente, humanitario, solidario, bailador....
El cubano siempre hace broma de la vida y la muerte. En fin queridos internautas a lo mejor aquí hallaran respuestas del porque le ocurren ciertas cosas con su media naranja cubana.
Recomendaciones: Los que tengan conocimientos mínimos de español pueden realizar traducciones en un Traductor. Sino saben cual.... pregunten a "Castrocomunismo: Sistema asimétrico(...) " el usa uno!
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Título:Metáforas del cambio
Por: Ciro Bianchi Ross
Desde los días finales de 1898 comenzó en toda la Isla el desmantelamiento febril de los signos más visibles de la presencia de la antigua metrópoli. La bandera de España se retiró de todos los edificios públicos, sustituida por la enseña norteamericana, en tanto que la nuestra se exhibía en casas particulares, instituciones privadas y sedes de clubes patrióticos, gremios y sociedades de instrucción y recreo. Desaparecieron de las fachadas escudos y divisas alusivos a la monarquía y dejaron de tener validez los sellos y el papel timbrado con emblemas del poder colonial. No por eso dejó de utilizarse ese papel en juzgados y oficinas públicas, pero en el lugar en que lucía el escudo u otro símbolo español empezó a aparecer un agujero.
En una pequeña localidad de Matanzas, los concejales exigieron que las tropas españolas no solo se llevaran su bandera, sino además los retratos del rey español. En otros lugares, como en la ciudad de Colón, se fue más lejos cuando un grupo de patriotas enardecidos y deseosos de pasarle la cuenta a todo lo que oliera a colonización, la emprendieron contra la estatua de Cristóbal Colón, ubicada en la plaza central. No pudieron derribarla, pero los cuatro leones que la rodeaban corrieron la peor suerte. Depuestos y desplazados, encontraron refugio en un rincón oscuro de la casa consistorial, y allí estuvieron hasta que fueron repuestos en la base del monumento, al entenderse que «podían convivir con los cubanos libres, porque no eran el símbolo de la esclavitud, sino del valor y la fuerza, cualidades que eran tan privativas del cubano como del español».
El 12 de marzo de 1899, sin miramientos ni ceremonia de ninguna clase, era retirada de su pedestal, ante la mirada de numerosos transeúntes, la estatua de la reina Isabel II, que había presidido durante casi medio siglo el majestuoso Paseo del Prado de La Habana. El pedestal vacante era todo un símbolo. De la ruptura con el pasado español, pero también de un presente ambiguo, marcado por la intervención extranjera, y de un futuro incierto. Mediante un montaje fotográfico, la revista El Fígaro lograba atrapar ese momento de perplejidad y desconcierto al colocar, sobre el pedestal vacío, un enorme signo de interrogación.
¿Qué estatua debe ser colocada en el Parque Central? Se preguntaba El Fígaro e iniciaba una encuesta con el fin de decidir con quién llenar la ausencia dejada por la reina. Se determinaba así que el espacio debía ser ocupado por un monumento que consagrara la memoria de José Martí. Ese fue el voto mayoritario, aunque con escaso margen. Solo con cuatro votos menos le seguía la proposición de erigir una estatua de la libertad, mientras que la tercera propuesta era la de una estatua de Cristóbal Colón. Los participantes en la encuestan votaron también, en orden descendente, por Luz y Caballero, Céspedes y Máximo Gómez. En sitios inmediatamente inferiores de la votación aparecían el presidente norteamericano y la sugerencia de levantar un grupo alegórico que representase a Cuba, Estados Unidos y a España. Al último de los primeros lugares se relegaba la propuesta de erigir una estatua a Antonio Maceo.
La encuesta de El Fígaro no reflejaba la opinión popular, sino que era expresión de las tendencias ideológicas de sectores habaneros pudientes. La idea de levantar en el Parque Central un monumento a Colón evidenciaba la fuerza que todavía tenían en Cuba el elemento español y los defensores del legado cultural hispano. En la indagación de El Fígaro no se precisaba si la estatua de la libertad sugerida para ese sitio debía ser una réplica de la célebre estatua neoyorquina, aunque bien podría verse como la representación de una república moderna y libertaria. Es explicable que Maceo ocupase el último lugar entre las sugerencias: era negro y de origen humilde.
CAMBIAN LOS NOMBRES
Con el fin de la soberanía española en Cuba se descolonizan los nombres. Se inicia una «reescritura toponímica», una «toponimia patriótica». Calles, calzadas, plazas, parques y aun poblados y municipios son rebautizados. Placas y letreros antiguos se reemplazaron por inscripciones alusivas al nuevo estado de cosas.
Sin que una disposición central lo ordenara, en todas las localidades de la Isla, calles como Real y Reina perdían sus nombres monárquicos para convertirse en calles republicanas o recibían los de figuras vivas o de mártires de la independencia. Otras, conocidas de viejo por nombres de santos, secularizaron sus denominaciones. Así, en Remedios, por ejemplo, en enero de 1899, en virtud de un acuerdo del Ayuntamiento, se dio el nombre de Máximo Gómez a la calle San José y la calle Fortín pasó a ser General Carrillo, en tanto que Jesús de Nazareno se trastocó en Antonio Maceo, San Juan de Dios, en Independencia, y la Plaza de Armas Isabel II se denominó José Martí.
A partir de entonces en casi todas las localidades cubanas es frecuente encontrar un esquema toponímico común. Los nombres de Martí, Maceo o Gómez se repiten en sus vías centrales, sin que falten las denominadas Céspedes y Agramonte, y Libertad, República, Mártires, Independencia...
Sin embargo, no muchos patriotas negros merecieron el honor de que se diera su nombre a calles y plazas, o se colocaran bustos y tarjas en su memoria. No hubo en eso una proporción entre los méritos que alcanzaron en la guerra los mambises negros y los que se les reconocieron después.
Hoy se calcula que al menos el 60 por ciento de los miembros del Ejército Libertador fueron negros y mulatos. Y eso no quiere decir que se tratara de una masa de soldados negros mandados por un puñado de oficiales blancos, sino que hubo asimismo numerosos combatientes negros que alcanzaron los grados más altos en el Ejército Libertador y tenían bajo su mando a no pocos hombres considerados blancos. Cerca del 40 por ciento de los cargos de la tropa mambisa, hacia el final de la última guerra, eran desempeñados por negros y mulatos.
ENTRE DOS IMPERIOS
Estuve repasando en estos días un libro muy valioso, fruto de una prolija investigación sobre un complejo y singular período de nuestra historia. El que corre desde el final de la Guerra de Independencia y los inicios de la primera intervención norteamericana en Cuba, hasta la instauración de la República: etapa confusa en la que sobre el trasfondo del vacío simbólico provocado por el cese de los más de 400 años de dominación colonial española, emergen exaltadas corrientes de patriotismo nacionalista y contradictorios procesos de americanización de las instituciones y las costumbres. Se titula Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898–1902, y valió a su autora, la doctora en Ciencias Históricas Marial Iglesias Utset, el Premio de Ensayo Enrique José Varona, de la Unión de Escritores y Artistas Cuba. Libro cuya lectura recomiendo y del que tomé los datos que nutren la página de hoy.
Un período que fue una especie de encrucijada entre dos siglos y dos imperios, afirma Marial Iglesias. Se desmontaba la dominación colonial española y se llevaba adelante un proceso institucional de transformación de la sociedad cubana. Una reestructuración de las instituciones y las prácticas sociales que era, al mismo tiempo, requisito inevitable de la modernización de la sociedad y, en conjunto, la puesta en práctica de un proyecto de dominación neocolonial.
Fue por entonces que las barberías cubanas se trocaron en barber shops y en muchas tiendas aparecieron carteles donde se leía English Spoken Here. Empezaron a celebrarse teas y garden parties, se practicaban sports, y las señoras y señoritas emancipadas eran conocidas como new woman. Un hombre se convertía en gentleman por adquirir un bombín americano, y las mujeres en ladies por estrenar un corset anatómico diseñado en Nueva York. Pero fueron tiempos en los que también se socializaban los símbolos patrios, se batallaba por la preservación del idioma y, en un proceso complejo de articulación de pertenencias, plural y en permanente conflicto, se consolidaba la identidad nacional.
Todo se transformaba en Cuba al calor de los nuevos tiempos. La modernidad y la civilización llegaron a los lugares más privados de la vivienda. En 1899, solo el diez por ciento de las casas de La Habana y Matanzas disponía de servicios sanitarios. El máximo oficial de sanidad del ejército de ocupación norteamericano, al frente de un equipo de 120 médicos, visitó las casas de la capital e impartió instrucciones sobre el uso de desagües, vertido de desperdicios y otras medidas higiénicas. Para facilitar las cosas, piezas sanitarias se trajeron en cantidades desde Estados Unidos y se vendieron a muy bajos precios. Los inspectores llegaron a verdaderos extremos y numerosos vecinos recibieron la notificación que los obligaba a instalar el water closet correspondiente, conectado a la red de albañales, cuando lo cierto es que no existían alcantarillas ni tuberías de desagüe en varias cuadras a la redonda.
LAS GLORIAS DE PELAYO
Bodegas, fondas, tiendas, almacenes, cafés y establecimientos comerciales de todo tipo cambiaban asimismo sus nombres a la luz de las transformaciones políticas y sociales. El publicista José A. González Lanuza se refería a la filosofía oportunista que subyacía en los cambios de rótulos de los comercios habaneros; denominaciones caprichosas y pintorescas que son un barómetro que marca con bastante fijeza la presión, mayor o menor, en un sentido o en otro de la atmósfera política.
Todavía con La Habana en poder de los españoles, fondas y bodegas con nombres como Mi Patria, El Cubanito y El Campamento Cubano hacían alarde de patriotismo frente a denominaciones españolizantes del comercio capitalino. Otros se preparaban para lo que vendría, al identificar sus establecimientos con nombres en inglés. En la fonda La Flor de Galicia, en la calle Habana, entre Teniente Rey y Amargura, había para todos los gustos «un surtido colosal de 2 000 y más variedades»: desde el criollísimo ajiaco hasta el roast-beef y el beef-steak, pasando por la fabada, el bacalao a la vizcaína y el caldo gallego.
Los propietarios de Las Glorias de Pelayo, una tienda de la calle Monte, decidieron cambiarle el nombre con el fin de la soberanía española. No les parecía bien que en su denominación el establecimiento rindiera honores al primer rey de la Reconquista. Pero querían al mismo tiempo dejar un eco de su antiguo título y no perder el crédito adquirido ni la marchantería habitual. Llamaron entonces a la tienda Las Glorias de Maceo, antiguas de Pelayo. Algo similar a una bodega que recibió en su origen, mucho antes de la contienda del 95, el cubanísimo nombre de El Aguacate. Comprada más tarde por un peninsular, se llamó El Aguacate Español. Empezó la Guerra de Independencia y su propietario le dio entonces el nombre de El Aguacate Español en Campaña. Pero España perdió esa guerra, cesó su soberanía en Cuba y el propietario, a tono con la época, llamó a su bodega El Aguacate de Martí.
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A los grandes hombres los quieren o los odian...no hay término medio.
saludos!
Título: Cuentecitos
Por: Ciro Bianchi Ross
José Lezama Lima y Eduardo Robreño eran muy amigos. Se conocieron de niños en el Colegio Mimó, donde cursaron la Enseñanza Primaria, hicieron luego juntos el bachillerato y matricularon la misma carrera. Ya graduados, cada cual siguió su camino en la vida, pero continuaron encontrándose y recordándose con alegría. Los dos eran conversadores formidables: llano y coloquial Robreño; encaracolado y recóndito el autor de Paradiso. Y ambos de una ironía devastadora.
Una tarde se toparon en la calle Obispo. Lezama salía de La Lluvia de Oro, el café donde tenía su tertulia, y Robreño venía de una de las tantas gestiones con las que pimponeaba el sustento. Dijo a Lezama:
—Pepito, acabo de leerme tu libro Aventuras sigilosas y, chico, no entendí nada...
Al escuchar aquello, Lezama levantó los brazos al cielo y exclamó:
—¡Gracias, Dios mío! ¡Al fin soy poeta!
JUAN DAVID Y ELEANOR ROOSEVELT
Juan David, el genial caricaturista cubano, repetía que, al final, el personaje caricaturizado terminaba pareciéndose a su caricatura. Insistía: «No creo que son las caricaturas las que se parecen a los personajes, sino los personajes quienes se parecen a sus caricaturas. Yo he hecho caricaturas que al comienzo no se parecían mucho al personaje, y cada año he visto que el hombre se acercaba más a su caricatura. Es un hecho curioso ese de que imitemos nuestra propia imagen...».
Un día, en Nueva York, quiso hacer el cartón de la viuda del presidente Franklin Delano Roosevelt, y se acercó a la vieja dama para solicitar su autorización. Eleanor era dueña de una fuerte y atrayente personalidad, pero no era precisamente una mujer bella, y estaba muy consciente de ello.
Dio la señora al artista su consentimiento y precisó:
—No tiene que hacer mi caricatura... Basta con mi retrato.
CHICHO
En la localidad espirituana de Taguasco se celebra un festival de poesía que llegó ya a su séptima convocatoria y convierte cada una de sus ediciones en una fiesta popular. El Cuba Soneto, que es el nombre del evento, quiere estimular entre los poetas cubanos el cultivo de esa difícil y sutil forma estrófica y honra la memoria del poeta taguasquense Antonio Rodríguez Castro (Chicho), sonetista notable que, aunque publicó un solo libro, Flor de campanillas, dio a conocer sus versos en muchísimas publicaciones periódicas y fue incluido, con todos los honores, por el infatigable Samuel Feijóo en su antología El soneto en Cuba (1964).
Rodríguez Castro nació en 1914 y falleció en el 95. Se ganaba la vida con su trabajo de procurador y fue un antibatistiano convencido y furibundo, a quien cualquier ocasión parecía propicia para decir pestes de Batista y de la dictadura, sin cuidarse apenas de los que podían estar escuchando sus palabras. Un buen día, día malo para Chicho, bien por un chivatazo o por otra circunstancia, sus opiniones fueron del conocimiento del jefe del Puesto de la Guardia Rural y dos soldados buscaron al poeta con instrucciones de conducirlo al cuartel.
—Chicho, me enteré de que ayer estuviste hablando mal del gobierno— le dijo, ya en la instalación militar, el oficial de carpeta.
En tiempos de Batista, un detenido sabía cómo entraba a una estación de policía o a un cuartel de la Rural, pero no cómo saldría, y una vez dentro era difícil que se librara, al menos, de cuatro bofetones. Chicho comprendió que, para salir incólume, tendría que hilar fino y en aquel «ayer estuviste» del oficial creyó encontrar su tabla de salvación. Muy serio, con el debido respeto, pero con el mayor poder de convicción, dijo entonces:
—Si usted supiera, teniente, que ayer fue el único día que yo no hablé mal de Batista.
Salió ileso.
GUILLÉN, NERUDA Y LA CLEPTÓMANA
Esta anécdota, que oyó referir a Nicolás Guillén, la cuenta Carilda Oliver Labra en su libro Con tinta de ayer (1997).
El Poeta Nacional de Cuba, de visita en Chile, se alojaría en la casa de su amigo Pablo Neruda. El día de la llegada del cubano a la capital chilena, y antes de arribar al lugar donde pararía, Pablo advirtió a Nicolás que, una vez allí, escondiera bien su dinero, porque si la sirvienta lo encontraba le echaba el guante y no volvería a verlo jamás.
—Te digo que la sirvienta es muy peligrosa... Quince años lleva con nosotros y no ha dejado de robarnos —expresó el autor de Residencia en la tierra.
—¿Y cómo la tienes aún?— indagó Nicolás.
—Porque le tengo lástima. La pobre no tiene culpa de haber nacido cleptómana... Hazme caso: esconde tu dinero. Luego no digas que no te alerté a tiempo.
Pero Guillén hizo caso omiso a la alerta, y ya en la casa, pidió a Neruda que hiciera llamar a la criada.
—Hablaré con ella y verás que se modifica— comentó.
Neruda, algo intrigado, hizo venir a la mujer que, con detenimiento y fijeza, clavó sus ojos en Nicolás. El poeta se dirigió a ella.
—Mira, me dice Pablo que eres una persona honrada y que las cosas contigo están seguras. Esta, que es la única plata que tengo y que es la de mi regreso a Cuba, quiero que me la guardes a fin de no gastarla o perderla. Te lo agradeceré muchísimo.
Está de más decir que, a la hora de la despedida, la mujer devolvió a Guillén, sin vacilar, su dinero completo.
Neruda quedó pasmado.
LA CAMPANILLA DE QUÉ
Ya se sabe que, en una controversia, cada uno de los poetas repentistas que toma parte trata de subir la parada para poner en aprietos a su adversario, y que no son pocas las veces en que el público tiende la trampa con un pie forzado imprevisible. Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) siempre salió airoso en sus improvisaciones, aun cuando para sacarlo del paso sus oyentes le dieran como pie frases truncas o laberínticas. Una de estas fue «la campanilla de qué», y Plácido, invencible y de un tirón, versificó:
Un Cádiz y una patena
Y una campanilla quiero
Y espero, señor platero,
Que ha de ser cosa muy buena.
Por la paga no os dé pena
Que yo la satisfaré;
Las primeras que nombré
Han de ser de oro muy fino,
Y ahora no determino
La campanilla de qué.
DON CARLOS DE LA TORRE
Don Carlos de la Torre y Huerta (1858-1950) es uno de los nombres emblemáticos de la ciencia cubana. Hizo estudios de Medicina, Farmacia y Ciencias Físico-Químicas y Naturales, pero, discípulo del gran Felipe Poey, se inclinó desde temprano a la Malacología, y no había cumplido aún los 18 años de edad cuando descubrió dos especies de moluscos desconocidas hasta entonces y que en su honor llevan su nombre. Aquí, donde todo se toma un poco en broma y un poco en serio, lo que quizá sea una forma del querer cubano, esa afición le valió el mote de «Carlos Caracoles». Bien pronto su sabiduría era reconocida más allá de nuestros límites geográficos.
En uno de sus viajes científicos, don Carlos llegó a Londres. Quería visitar el Museo Británico de Zoología y, una vez allí, mientras recorría una de sus salas, señalaba los errores numerosos que advertía en la clasificación de algunas especies de caracoles. Alarmado por las rectificaciones, el velador de la sala hizo llamar a Edward Smith, director de la institución, que salió disparado de su despacho para enfrentarse al extranjero que osaba expresarse de tal modo.
Ya cara a cara, le dijo:
—¿Es usted, por ventura, el cubano Carlos de la Torre?
Don Carlos respondió afirmativamente y, sin ocultar su sorpresa, preguntó con modestia si lo conocía.
—Personalmente, no —repuso Smith a su vez—. Pero solo al doctor De la Torre, de Cuba, reconocemos autoridad suficiente para corregir una clasificación como esta.
LECUONA
Aseguran los que lo conocieron que Ernesto Lecuona no fue hombre de una vida intelectual muy profunda. Tocaba a menudo, pero no estudiaba, lo que terminó por minar sus grandes virtudes como pianista. Su pasatiempo preferido era el dominó y en su finca La Comparsa, entre el Guatao y San Pedro, donde vivió entre 1946 y 1953, disfrutaba del contacto con la naturaleza. Dice su biógrafo Orlando Martínez que allí dedicaba largas horas a la crianza de las aves de corral y a la jardinería. Vivía orgulloso de sus cinco especies de marpacíficos, de su colección de rosales (Príncipe Negro, Miniatura, Radiante, Armand, Biscuit, Catalina Lasa y Roosevelt) y de las siembras de claveles, así como de sus animales, entre los que sobresalían tres perros de Pomerania.
Los compositores favoritos de Lecuona fueron Beethoven, Chopin, Debussy y Gershwin. Detestaba la música llamada «de vanguardia» y solía ser muy hiriente en sus comentarios sobre los que la hacían. Un día, mientras conversaba con Orlando Martínez sobre uno de esos creadores, preguntó con ironía:
—¿Y ya encontró quién le toque la música?
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