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Überwachungsstaat
Hallo, dies ist keine Meinung , sondern Fakt :In Jobabo (Heimatdorf meiner Frau ) wurde ich während meines Aufenthaltes polizeilich überwacht.
Hintergrund:Ich hatte meine damalige Novia per "Escriba" angesprochen , ob ich mich durch Haare färben etc. vor allzu lästigen Chulos schützen kann .dies ist vom Geheimdienst oder sonstwas gelesen und als verdächtig eingestuft worden .Daraufhin ist die dörfliche Gestapo (gibt´s wirklich , ohne Scheiß) auf mich angesetzt worden.
Informationsquelle: Die Frau eines dörflichen Zivilpolizisten . Beweis :Sie hat meiner Frau Passagen aus meinem Escriba-Brief zitiert .Meine Meinung will ich hier jetzt nicht weiter von mir geben. Meinungsstreit gibt´s hier genug.
Soll nur zu Information dienen .
Andreas
#4 RE:Überwachungsstaat
...klar wird hier fleißig mitgelesen, wurde vor ca. einem jahr doch schon hier gepostet incl. ip-adr., etc.
außer den cubis wird auch von amis kräftig geschnüffelt - schließlich gab es ja hier im forum lfd. neue infos.
könnte mir gut vorstellen daß die dt. botschaft mittlerweile auch ein auge reinwirft?!
btw kontrollen/überwachungen sind doch normal. bei meinem letzten kubatrip hat sich bei der einreise doch glatt
einer verplappert: fragt mich doch ob´s zu meiner esposa geht!!
ja woher wußte der denn daß die gerade dort ist???
...vor grauer urzeit wurde bei der aureise aus ungarn mein bekannter mit: "gute fahrt herr hauptmann" verabschiedet, komischerweise wurde er aber erst eine woche später dazu befördert!
also - geschnüffelt wird überall, egal wie hoch der aufwand auch sei.
(kleiner schwank aus meiner jugend)
also fleißig weiterposten damit bei den herren (oder auch damen) horch und lausch keine langeweile aufkommt!
saludos
oso polaris
(ningun pinga estan duro como la vida)
El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978. En el verano del año anterior yo había sido movilizado como teniente de la reserva y cumplía treinta y seis meses de servicio militar activo en una trinchera cualquiera de La Habana. Era uno más entre los miles de obreros, estudiantes y profesionales que dimos un paso adelante para ocupar el sitio que la Revolución nos había asignado en la vanguardia de la historia, según la retórica de la época. Corrían a caballo tiempos difíciles. El frente de batalla en la contienda Cuba-Estados Unidos se había desplazado a tiro limpio hasta las costas de África, y los hombres y mujeres del primer territorio libre de América Latina estábamos dispuestos a pagar con sangre solidaria nuestra deuda con la humanidad. Así explicábamos las cosas. Hacia el corazón de la isla se escenificaba un combate ideológico de incalculables consecuencias: el diálogo con la comunidad cubana en el exterior. Otra guerra. Por obra y gracia de la llamada política de reunificación familiar, y por primera vez en veinte años de disputas ciegas y sordas, se permitía un acercamiento entre los de la isla y los del exilio. A todas o casi todas las casas cubanas llegó un pariente emocionado, como caído del cielo, y todas o casi todas las puertas se abrieron de par en par para darle una fraternal bienvenida al tío que muchos conocían sólo por fotos de un remoto cumpleaños o al primo tercero del cual nunca habían oído hablar o al hijo pródigo que venía a pedir, de rodillas, la bendición de sus ancianos padres. La voz del pueblo divulgó de boca en boca una frase poética: los gusanos se habían convertido en mariposas. Oficiales superiores me citaron en la jefatura de mi unidad para explicarme sin dramatismo que, por práctica reglamentaria en cualquier ejército del mundo, yo debía mantener informados a los aparatos de la inteligencia y la contrainteligencia militares de todo contacto con visitantes extranjeros, sin distinciones de posturas políticas. En mí condición de oficial este requerimiento era, por supuesto, una orden. Y ya se sabe que las órdenes, en cualquier ejército del mundo, no se discuten: se cumplen. «Estamos en guerra contra el imperialismo yanqui, teniente», me dijeron como si leyeran en voz alta los titulares del periódico: «La Agencia Central de Inteligencia posee una exorbitante tienda de disfraces para enmascarar espías. No podemos bajar la guardia».
La guerra es la guerra. Me explicaron que mi casa era un centro de interés estratégico y que mi padre podía ser blanco del enemigo, por su bondad y gran prestigio intelectual. Entre los cientos de exiliados que por esos días regresaban a la isla con maletas repletas de pantalones vaqueros y maquinitas de afeitar desechables, venían cincuenta y cinco muchachos y muchachas que en principio no eran enemigos de la Revolución pues, siendo aún niños, habían sido llevados por sus padres a puertos seguros de Estados Unidos. Ahora, ellos habían decidido volver una temporada, contra viento y marea, a cuenta y riesgo, para rescatar la memoria perdida a noventa millas de sus infancias, asistir a una cita con el pasado y conocer cara a cara a sus contemporáneos, con quienes ansiaban confrontar ex-periencias generacionales. Integraban el primer destacamento de la Brigada Antonio Maceo. Una de esas jóvenes traía a mi hermana Fefé una carta de un amigo común. Así empezó todo. Mi casa se convirtió en un verdadero campamento. En un hormiguero. Noche tras noche mis hermanos y nuestros amigos dibujantes, poetas y trovadores nos reuníamos con ellos para contarnos nuestras vidas a quemarropa, intercambiar grabaciones de Bob Dylan y de María Teresa Vera, y volver a llorar escuchando leer a mi padre los poemas de En la Calzada de Jesús del Monte: «...por esa vena de piedras he ascendido, ciego de realidad entrañable, hasta que me cogió el torbellino endemoniado de ficciones y la ciudad imaginó los incesantes fantasmas que me esconden. Pero ahora retorna la circulación de la sangre y me vuelvo del cerebro a la entraña, que es donde sucede la muerte, puesto que lo que abruma en ella es lo que pesa. Y a medida que me vuelvo más real el soplo del pánico me purifica». El poeta Eliseo Diego era un patriarca generoso que ejercía una fascinación irresistible; habanero de pura cepa, conversador y simpático como pocos, papá enamoraba a tirios y a troyanos con su manera de contar historias de la tragicomedia insular, hasta que se dormía en el sillón del comedor sin decir las buenas noches, con un vaso de aguardiente posado sobre los muslos, y mamá le quitaba el cigarro que se consumía, en larga ceniza, entre los dedos de su mano; la fiesta entonces seguía en torno a los ronquidos del poeta, hasta la salida del sol. Entretanto, de confesión en confesión, los amigos de las dos orillas comprendimos una verdad que nos dejó desnudos: ellos podían haber sido nosotros, nosotros podíamos haber sido ellos.
Los miembros de mí familia, por ejemplo, teníamos pasaporte, visa del gobierno norteamericano y boleto de avión para abandonar la isla el lunes 4 de junio de 1962, pero veinticuatro horas antes de la partida mis padres renunciaron al viaje por razones estrictamente personales. Sus tres hijos nunca les reprochamos la decisión. «No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro sino para dar testimonio», había escrito papá en el prólogo a un libro suyo, dedicado a nosotros, y Rapi, Fefé y yo estuvimos de acuerdo en dejar el nuestro, aunque fuese en algún rincón de esta isla, rodeada de sal por todas partes. De la peligrosidad de aquellos trámites migratorios supimos unos doce años después, al menos en detalle, cuando mi hermana Fefé fue citada a una oficina del Partido y una funcionaría de mal genio le sacó en cara el grueso expediente de la familia De Diego-García Marruz, donde se atesoraban, como pruebas de una infamia, las fotocopias de los pasaportes, nuestras caritas en los rectángulos de las fotos carnet y la escueta cancelación de los pasajes pagados en efectivo a la compañía KLM. Mí hermana estaba invalidada para ocupar un puesto de relativa confiabilidad porque a los once años le habían tramitado la salida del país. En las venas de la familia corría, al parecer, el virus de la traición. Semejante espada de Damodes estuvo pendiente sobre nuestras cabezas durante mucho tiempo, hasta que aprendimos a restarle importancia y nos atrevimos a decirles a nuestros nuevos amigos que nosotros pudimos ser uno de ellos, de haber abordado el avión de KLM que aquella mañana de junio de 1962 cubrió la ruta entre la ciudad de La Habana y la de Miami en cuarenta y cinco minutos de vuelo.
«La guerra es la guerra. Necesitamos que nos mantengas al tanto de lo que se habla en tu casa. Nunca se sabe dónde va a saltar la liebre. Es cosa de rutina. No te prohibimos relaciones con extranjeros, como está ordenado, pero pedimos tu colaboración en esta tarea», me dijeron, «Salúdame al viejo». Mi primer impulso fue negarme. El cubano no admite dos defectos: ser pesado o delator. La Revolución nos había enseñado a despreciar a los «chivatos». Los oficiales insistieron, sin apretar demasiado la tuerca. «Te será fácil. Eres escritor. Cuéntanos el cuento: puede tener final feliz.» Yo estaba aterrado. Para qué decir una cosa por otra: nunca he sido valiente. Me aferré a una tabla de salvación que había visto flotar en muchas películas que tratan el tema de las cortes y de la justicia: las declaraciones de un familiar cercano no tienen validez legal, propuse con ingenuidad. Mis superiores sonrieron. «Abre los ojos: estás en el pueblo y no ves las casas», dijeron con tono tranquilizador, «Lee, lee, y aprende quién es quién». Y para amargarme la vida me dejaron solo en la oficina, ante dos pulgadas de papeles con media docena de expedientes, casi todos escritos en mi contra y firmados de puño y letra por antiguos condiscípulos del Instituto, vecinos del barrio y algún que otro poeta o trovador, de esos que solían visitar el patio de mi casa para decir o cantar sus versos a mi padre, al calor de la noche habanera, entre copas de ron y coplas de esperanza. Revisé los informes con una mezcla de terror, curiosidad y desconcierto. El balance no dejaba lugar a dudas: Elíseo Alberto de Diego y García Marruz, alias Lichi, era descendiente de una estirpe de la rancia aristocracia cubana. Su tío bisabuelo, Elíseo Giber-ga, fue el gestor de la solución autonomista para el conflicto independentista cubano, ¡en noviembre de 1897! Ha bía cursado el segundo grado de la enseñanza primaria en el Colegio de La Salle. No renegó de su formación cristiana hasta el punto de que en el cercano 1969, Año del Esfuerzo Decisivo, aún iba los domingos a la iglesia de San Juan Bosco, donde después de misa enamoraba a una muchacha que no era miembro de la Federación de Mujeres Cubanas. Su hogar (el sustantivo hogar implicaba una crítica sutil) estaba repleto de literatura burguesa y era visitado con sospechosa frecuencia por intelectuales existencialís-tas, entre otros por el poeta José Lezama Lima, el sacerdote Ángel Gaztelu, y sus adorados tíos Cintio y Fina. Uno de los textos, redactado sin lugar a dudas por un poeta de provinciana inspiración, apuntaba un dato curioso: sólo se le conocían novias hermosas, lo cual podía significar una actitud elitista ante la mujer o una provocación al resto del colectivo de varones celosos. Visto el caso y comprobado el hecho, poco faltó para que me convencieran de que yo era un canalla de marca mayor.
La guerra es la guerra. Al final había un file rojo mamey, de carátula plastifícada. Una papa caliente. Quemaba en la mano. Lo dejé al último. Encendí un cigarro. Veamos, me dije. Dentro encontré un informe relacionado con mi familia. Una versión positiva pero detallada de las últimas reuniones celebradas en mi casa. El autor de En las oscuras manos del olvido era mencionado como un patriarca que ejercía una fascinación irresistible cuando contaba historias de la tragicomedia insular, antes de dormirse en el sillón, y mamá reaparecía en el acto {y en el Acta) para quitarle el cigarro que se consumía entre los dedos de la mano. A manera de posdata se notificaba a quien pudiera interesar que nosotros habíamos planeado «abandonar la Revolución» en junio de 1962, a bordo de un avión de la compañía KLM. Para este cronista, el dato resultaba «digno de tenerse en cuenta a la hora de.evaluar acciones presentes y futuras». Y firmaba a pie de página uno de aquellos jóvenes cubanos residentes en Miami, excelente persona, que no había vivido las intensas jornadas de la Revolución porque sus padres lo habían sacado del país por la misma fecha en que los míos decidieron no hacerlo con nosotros: en apenas tres semanas había aprendido las reglas del juego: «Nada es más importante que ser un buen revolucionario», leyó de seguro en muchas paredes de La Habana. Hay varias maneras de acumular méritos para alcanzar lo que Ernesto Che Guevara consideró «el eslabón más alto del ser humano». Una, anteponer los principios a los sentimientos. La auténtica familia es la Revolución. La verdadera lealtad, con la Revolución. Por cierto, tres o cuatro años después el amigo de Miami olvidó esas lecciones de la dictadura del proletariado y se declaró, ahora sí, crítico de la «autarquía comunista de Cuba». He olvidado su nombre. Recordar es volver a mentir. No le guardo gota de rencor. Sólo pena. Pena de pensar que yo, en la ratonera donde él cayó, tal vez hubiera hecho lo mismo. Quién sabe. Todo depende del tamaño y de la intensidad del miedo. Pero ésa es otra historia. La suya. La mía continúa en mi propia ratonera, la noche que le conté a mi padre lo que acababa de sucederme. «Me parece monstruoso», le dije, «Y lo peor es que haré el informe contra ustedes, carajo». Papá encendió su pipa y, luego de varios segundos espesos, me hizo un primer comentario: para él no era un informe «contra los míos» sino «sobre los míos». El piadoso intercambio de preposiciones significó una ayuda moral, sin duda. «Lo siento, hijo: eres un peón de infantería», me dijo papá y, para cambiar de tema, me leyó unos versos de William Bu tler Yeats que acababa de traducir esa tarde: «...esto, esto queda; pero yo anoto lo perdido. Multitudes / apresuradas van por esta calle sin saber que es sólo / aquella en que algo anduvo alguna vez como una ardiente nube». No pegué los ojos en toda la noche: amanecí doscientos años más viejo. Depuse las armas. Voluntariamente. A primera hora de esa mañana, después de izar la bandera en el campamento, entregué mi rendición por escrito.
Unos contra otros, otros sobre unos, muchos cubanos nos vimos entrampados en la red de la desconfianza. Los responsables de vigilancia de la cuadra rendían cuentas en los Comités de Defensa de la Revolución sobre la presencia de turistas y sospechosos en la zona, la combatividad de los vecinos y la música contrarrevolucionaria que se escuchaba en las fiestas del barrio (Celia Cruz, por ejemplo). Los compañeros de aula avisaban a los dirigentes de las organizaciones estudiantiles sobre las tendencias extranjerizantes y las preferencias sexuales de sus condiscípulos. Los compañeros del sindicato informaban a la administración de la empresa sobre cualquier comentario liberal de otros compañeros del sindicato. El babalao de Guanabacoa daba razón sobre lo que habían dicho sus caracoles de santería al profesor de marxismo-leninismo que había ido a consultar a los orishas sobre si podía subirse o no a una balsa rumbo a Miami. El activista de Opinión del Pueblo dejaba en los buzones de los municipios del Partido un parte sobre lo que su esposa había escuchado en la cola del pan o en la peluquería. El perro terminaba mordiéndose la cola: contra el responsable de vigilancia, el secretario de Organización y Propaganda informaba por debajo de la mesa que su mujer le pegaba los tarros con un ex preso político, y a espaldas del secretario de Organizá ción y Propaganda facilitaba datos el presidente del Comité, y contra el presidente del Comité escribía tal vez el ya reportado miembro del sindicato, compadre del profesor de marxismo-leninismo que había consultado al babalao de Guanabacoa, contra el cual, a su vez, quizás había pasado una gacetilla el joven extranjerizante del que habló el activista de Opinión del Pueblo, sin saber que su propia esposa había informado a las instancias pertinentes que su marido no había informado en tiempo y forma que su hijo les había informado que la otra noche había bailado una rumba contrarrevolucionaria, de Celia Cruz por ejemplo, y así hasta el fin de los tiempos. De preferencia, una confesión escrita a mano. El chisme adquirió metodología política. El correveidile (lo llamábamos «el trompeta»), una justificación histórica. El pueblo decía: «echar p'alante», «elevar el asunto», «levantar un papelón». Estoy convencido que en muchos casos las autoridades ní siquiera «daban curso» a los memoránda redactados por ciudadanos comunes y corrientes que no podían contar algo de interés estratégico: los forenses de la informática no iban a perder el tiempo con la autopsia de un fiambre. En mi opinión, lo que realmente importaba era contar con un archivo comprometedor, no una reseña sobre el posible acusado sino un arma contra el seguro confidente. Un texto donde cada uno de nosotros firmaba, a veces sin darnos cuenta del peligro, el compromiso de nuestro propio silencio, pues tarde o temprano esa página escondida en los naufragios de la historia podía salir a flote con su carga de mierda arriba. Digámoslo así: fue una inteligente manera de meternos el diablo en el cuerpo. El diablo de la culpa. Nadie, al menos para mí, es enteramente culpable de su miedo. Nadie. Absolutamente nadie.
Me dicen que a mediados de la década de los ochenta cambió el estilo de trabajo. Más bien la táctica. Los jóvenes pintores, teatreros, trovadores e intelectuales de la época, contestatarios por más señas, eran visitados en sus casas por los compañeros que atendían su caso, para conversar y discutir sobre temas de interés social. Pongan las comillas donde ustedes quieran. Esos encuentros tenían carácter preventivo: te perdonaban la vida, hasta cierto punto. De esta forma, sin duda más cortés, cada muchacho po-tencialmente conflictivo podía saber a tiempo cuánto hilo estiraría el papalote de su frágil disidencia: la tolerancia tenía límites, por supuesto. Pero eso fue después. A mi generación le tocó bailar con otra música de fondo. Para expresarlo con un juego de palabras puesto de moda por dos populares series televisivas de la época, «en silencio tuvieron que ser los diecisiete instantes de nuestra primavera». En la indetenible diligencia de la Revolución del pueblo, por el pueblo y para el pueblo sólo había sitio para los valientes. O subías al carro sobre la marcha o te quedabas como un paria a la orilla del camino, en territorio burgués. Una vez a bordo no estaba permitido bajar de la carreta por voluntad: si te cansabas o te rendías, si dudabas o temías, la vanguardia te cargaba por los brazos y por los pies, te columpiaba sobre el libro de la historia y te echaba al basurero del enemigo. Al calabozo o a la balsa. Escoge. Apenas te permitían llevar contigo lo que tuvieses puesto en el momento de la expulsión del paraíso. Una hoja de parra. Dos hojas de parra. Tres hojas de parra. Tus pertenencias y tu patrimonio serían intervenidos de inmediato. La multitud enardecida te repudiaba con insultos y escupitajos. Que se vayan. Que se vayan. Que se vayan. Y se fueron. Se fueron. Muchos se fueron. Para Miami, San Pe tersburgo, Caracas, Madrid, o San Juan. Varios amigos y conocidos míos, compañeros de estudio o de profesión, no pueden dormir en paz porque el fantasma del pasado les corta el paso en el metro de la ciudad de México, en las ramblas de Barcelona o en los bares de Nueva York: desde los años setenta, los peores del siglo xx cubano, se temen a sí mismos. La mayoría creyó en lo que hizo. De corazón. A conciencia. La patria nos pedía a todos por igual «el concurso de nuestros modestos esfuerzos», para decirlo con las palabras de despedida del Che, el ídolo sin contrincante de nuestra juventud. Los persuadieron o nos convencimos: en este caso, el sujeto omitido resulta insignificante. El verbo tampoco cambia los predicados. El resultado es idéntico. Los entiendo. Hoy por hoy, algunos se sienten sus propios enemigos. Yo lo fui de mí mismo. En algún nicho de seguridad aguardan, como tigres enjaulados, los informes donde dejaron por escrito la huella de sus terrores, Cuando menos te lo esperes, a las tres o a las cuatro y media de la madrugada, puede sonar el timbre del teléfono. Tres veces y colgarán. Dos veces y colgarán. Una vez y descolgarás. Y una voz nos saludará en clave, y desde el fondo de la noche: «Qué hubo, compadre, tanto tiempo, cómo está la familia, cuándo nos vemos, caballón», y a ti, a mí, a ustedes, a nosotros, nos temblará la quijada al decir «Hola», con obediencia. No soy quién para juzgarlos, pero si a alguien le preocupa el dato, digo aquí que los perdono, pues es la única manera de perdonarme. Sé que muchos no estarán de acuerdo conmigo porque por causa de esos informes fueron condenados injustamente a la cárcel, la soledad o el destierro, y hay que tener unos cojones de oro para condonar lo imperdonable. Los comprendo. También tengo mi tigre. Firmé aquellos informes contra o sobre los míos con un seudónimo, como era costumbre en estos casos. Me hice llamar Pablo (el nombre que hubiera querido para mi hijo) y conté la historia a mí manera, sin lastimar a nadie, creo yo. Espero yo. Dios lo quiera. Un buen día dejaron de buscarme. No me dieron explicaciones. Tampoco las pedí, por supuesto. Deben haberse cansado de mi prosa poética, de mi lirismo, de mis ficciones inútiles. Me faltaba carácter. Vocación. Principios. Yo seguía siendo un comemierda. Un cero a la derecha de la izquierda. A la Agencia Central de Inteligencia evidentemente no le interesaba mi persona, lo cual era prueba irrefutable de mi incapacidad. Me dejaron en paz. ¿En paz? No importa. Ya me tenían archivado. Yo estoy preso en un file. Aquellas hojas manuscritas, donde dije que colaborar voluntariamente con la historia significaba un privilegio del cual estaría orgulloso hasta el fin de mis días, son el antecedente directo de este libro. Sus primeras páginas. Pablo. Pablo es libre.
natürlich werden die Briefe in Cuba geöffnet und gelesen.
Letztens habe ich inen etwas größeren Brief per Einschreiben geschickt. Darin war das Schreiben 2 CD`s und eine
Tüte Werters Echte (die wollte meine novia unbedingt). Dadurch das ein Luftpolsterbrief war fiel das nicht
allzusehr auf.
Diesmal war der Brief etwas länger unterwegs und es fehlten die Bonbons.
AUSZUG AUS DEM HANDBUCH DES KLEINEN IM; NEUAUFGELEGT UND GEDRUCKT IN DER HELDENSTADT.
In Antwort auf:
gib einfach den Brief einem Reisenden aus dem Forum mit. Schreib keine Adresse auf den Brief, gib die Adresse getrennt an den Überbringer. Somit kann im Ernstfall der Zoll zwar den Brief lesen, weiß aber nur den Vornamen und nicht an wen er gerichtet ist. Der Überbringer kann ja sonstwas erzählen.
Nachtrag: damit ist Niemand persönlich gemeint, aber so könnte es drin stehen
jan,
früher Hohenschönhausen
klar wird hier mitgelesen. das weiss ich aus erster hand. aber es interessiert keinen, weil hier nichts conterrevolutionäres geschrieben wird.
comandante
http://www.ourcaribbean.de
Escriba (mailtocuba) braucht fast einen Monat (gut drei Wochen) um Briefe die in Havanna per Post an sie abgeschickt wurden zu erhalten, einzuscannen und rüberzumailen. Wenn man nachfragt wie denn so was möglich ist, wird einem erklärt das das nicht ihre Verantwortlichkeit ist, sondern das die Post nun mal so langsam ist.
Was bedeuten würde ein Brief braucht innerhalb von Havanna drei Wochen?
Da ich das nicht glaube, ist die Erklärung schlicht : alle Briefe aus Kuba werden bei Escriba erstmal an den Stasi gegeben.
Dafür spricht auch das sie in Havanna nur ein Postfach als Adresse angeben und keine "echte" Adresse.
Für unsere Verhältnisse wäre das ja schonmal sowieso unseriös.
Wer dann auch noch Escribas Picture-Service nutzt läßt nach dieser Logik seine Novia auch noch von der Stasi ablichten.
Bleibt also nur alles zu versuchen um direkt per e-mail zu kommunizieren. Irgendwie hoffe ich in meiner Naivität das das sicher ist.
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